Un país sin clase gobernante
Cruzados apenas los umbrales del siglo xxi conviene insistir en cierta excepcionalidad colombiana en el ámbito latinoamericano. A saber, que las clases gobernantes y dirigentes de la “república oligárquica” nunca sufrieron derrota y, por tanto, su experiencia y sensibilidad políticas son bastante limitadas en eso de ponerse “en plan de iguales”. Esto les ha impedido dialogar y conciliar abiertamente con las clases populares y con sus diversas organizaciones. Defienden en principio y a ultranza un Estado fiscalmente débil.
Ni revoluciones como las de México, Bolivia o Cuba; ni dictaduras tradicionales al estilo de las del Caribe o Venezuela o burocrático-modernizadoras como las del Cono sur; ni populismos blandos como los de Velasco Ibarra en Ecuador; ni duros como los de Vargas y Perón en Brasil y Argentina; ni golpes militares reformistas como los de Perú o Panamá en la década de 1970; ni guerras civiles como la costarricense de 1949, con final liberal y de potencial democrático; nada de eso ha roto con la continuidad de dominio y gobernación de unas clases que, colocadas al borde del abismo por sus propias pugnas, como ocurrió en el segundo semestre de 1949, optaron por el compromiso, dejando al pueblo campesino sumido en el sectarismo y lo que venimos llamando La Violencia.
Este cerramiento oligárquico resta legitimidad democrática al Estado colombiano. Pero también le resta eficacia en cuantas instituciones clave para el orden, como son un poder judicial independiente y su soporte, una policía moderna, quedaron desbordados por la urbanización caótica, la acelerada mundialización del crimen organizado con sus múltiples expresiones y secuelas domésticas, de las cuales el narcotráfico ha sido la más gravosa.
Detengámonos un momento en esta trayectoria del siglo xx colombiano. 1903 a 1948 se apunta hacia la construcción de un modelo de civilidad mediante la representación política de todos los intereses sociales (los intereses populares urbanos y rurales fueron asumidos por dirigentes y corrientes del Partido Liberal, de los cuales la izquierda, encarnada principalmente por Gaitán y el gaitanismo, fue quizás su expresión más poderosa), sobre una base fiscal fuerte, como empezó a plantearse y ejecutarse en la reforma tributaria de 1935. En 1948-1949 empezó a desarmarse este modelo. Las clases capitalistas y rentistas, así como la política que controlaba los dos partidos históricos, quedaron sobrerrepresentados en el Estado y en un comienzo se acomodaron a la dictadura militar (1953-1958).
Importándoles fundamentalmente que el Estado tuviese baja capacidad fiscal extractiva, independientemente de si había o no déficit en las cuentas de la hacienda pública, se pasó a las clases populares la caja de galletas.
En efecto, a partir del Frente Nacional (1958-1974) la política social empezó a funcionar como una caja de galletas administrada por los políticos profesionales, cada vez más incontrolables, quienes dispensaban la provisión de educación, casa-lote, electricidad, acueductos, vacunas. Paliativos a la pobreza urbana y rural que sirvieron al sistema político para crear y mantener clientelas en barrios y veredas que darían fluidez a un mercado electoral competitivo en apariencia, pero de hecho circunscrito a los partidos Liberal y Conservador y a sus múltiples facciones, movimientos y grupos que jugaban en la arena electoral de lado del gobierno de turno.
Así registramos modestos programas asistenciales que comenzaron a surgir en los comienzos del Frente Nacional como las juntas de acción comunal y las brigadas cívico-militares. Terminaron entretejiéndose a las redes remozadas de clientelismo electoral sobre las que pudieron montarse organizaciones y burocracias como las del Plan Nacional de Rehabilitación a mediados de la década de 1980. En este sentido, los pactos entre los gobiernos y las guerrillas en 1990-1991 y 1994 también estuvieron orientados por una concepción instrumental de la vida política. La caja de galletas fue el medio ex-pedito de cooptar guerrilleros y ganar tiempo en ciertas regiones o micro-regiones del país. Para los jefes guerrilleros que negociaron la desmovilización de sus fuerzas fue un medio de legitimación y control internos.
El continuismo colombiano genera en las clases dirigentes y en las medias prósperas una mentalidad excluyente, de neoapartheid, que encuentra su razón de ser en la exclusión y segregación implícitas en el modelo de economía política. Se supone entonces que la exclusión de los sectores populares, rurales y urbanos de los bienes de la modernidad económica y de la ciudadanía puede paliarse administrando a cuenta gotas y desde arriba. Sobre todo después del 9 de abril de 1948 cualquier manifestación de protesta desde abajo ha sido vista con desconfianza, llegando a inspirar miedo en las clases gobernantes y la respuesta inicial suele ser de tipo policivo, penal, militar.
En el proceso de modernización colombiano se rompieron los lazos premodernos de solidaridad entre clases, pero aquí no fueron reemplazados por los vínculos igualitarios de la ciudadanía política. La alternativa ofrecida por nuestra república oligárquica ha sido de partida doble: de un lado, el clientelismo electoral modernizado y, del otro, el funcionamiento de lo que el sociólogo y economista Wilfredo Pareto denominó la circulación de élites. El funcionamiento del proceso electoral exige reconocer, valorar y emplear el talento político individual, ese bien escaso en las sociedades, sin tener en cuenta el origen social de sus portadores.
La geografía de guerrillas, paramilitares, cultivos ilícitos, rutas del contrabando, es la geografía de la colonización de la segunda mitad del siglo xx. La extraordinaria historia de las colonizaciones de este país, colonizador por excelencia, es la historia de millones de vidas que han buscado rehacerse en condiciones económicas y sociales adversas, quizás menos opresivas aunque menos solidarias que las de sus comunidades campesinas de origen. Por eso no debiera sorprender que guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y contrabandistas hayan encontrado respaldo en las poblaciones de colonos individualistas cuya atomización es más acusada si consideramos que en la frontera agraria la gente proviene de todos los rincones del país; sin olvidar, además, el aspecto que se refiere a la baja institucionalidad que caracteriza la adjudicación delos derechos de propiedad en las zonas de colonización, a la violencia cotidiana y a la ausencia de autoridad.
Por último, enfrentamos la peculiar dinámica social que desencadena el conflicto armado. Los que parecían meros residuos del viejo patriarcalismo y de la cultura política binaria dicotómica, omnipresente en La Violencia, vuelven a ganar centralidad. La guerra irregular termina imponiendo una lógica del terror sobre la población civil, que tiene una salida espeluznante en las corrientes de desplazados. Aquí se corroen los precarios tejidos sociales y los tenues lazos entre autoridad y población. Al punto que los campesinos no siempre consiguen
distinguir por el uniforme quién es soldado, guerrillero o paramilitar. “Uno no los ve, dice un campesino, porque uno desde que oye decir que viene un grupo de paramilitares, o que viene una tropa de ejército o lo que sea, uno no espera para mirar. Porque uno no tiene la seguridad de si vienen a conversar con uno o si vienen es a matarlo”.
En suma, y volviendo al inicio, lo que diferencia a nuestro país de otros latinoamericanos no es la exclusión como tal, o la inseguridad ciudadana en las grandes ciudades y en los campos, o la desigualdad social creciente, sino la ausencia de una clase dirigente capaz de gobernar el Estado, de tramitar los procesos complejos de construcción de ciudadanía y de dar curso al sentimiento de que todos somos colombianos.
Ni revoluciones como las de México, Bolivia o Cuba; ni dictaduras tradicionales al estilo de las del Caribe o Venezuela o burocrático-modernizadoras como las del Cono sur; ni populismos blandos como los de Velasco Ibarra en Ecuador; ni duros como los de Vargas y Perón en Brasil y Argentina; ni golpes militares reformistas como los de Perú o Panamá en la década de 1970; ni guerras civiles como la costarricense de 1949, con final liberal y de potencial democrático; nada de eso ha roto con la continuidad de dominio y gobernación de unas clases que, colocadas al borde del abismo por sus propias pugnas, como ocurrió en el segundo semestre de 1949, optaron por el compromiso, dejando al pueblo campesino sumido en el sectarismo y lo que venimos llamando La Violencia.
Este cerramiento oligárquico resta legitimidad democrática al Estado colombiano. Pero también le resta eficacia en cuantas instituciones clave para el orden, como son un poder judicial independiente y su soporte, una policía moderna, quedaron desbordados por la urbanización caótica, la acelerada mundialización del crimen organizado con sus múltiples expresiones y secuelas domésticas, de las cuales el narcotráfico ha sido la más gravosa.
Detengámonos un momento en esta trayectoria del siglo xx colombiano. 1903 a 1948 se apunta hacia la construcción de un modelo de civilidad mediante la representación política de todos los intereses sociales (los intereses populares urbanos y rurales fueron asumidos por dirigentes y corrientes del Partido Liberal, de los cuales la izquierda, encarnada principalmente por Gaitán y el gaitanismo, fue quizás su expresión más poderosa), sobre una base fiscal fuerte, como empezó a plantearse y ejecutarse en la reforma tributaria de 1935. En 1948-1949 empezó a desarmarse este modelo. Las clases capitalistas y rentistas, así como la política que controlaba los dos partidos históricos, quedaron sobrerrepresentados en el Estado y en un comienzo se acomodaron a la dictadura militar (1953-1958).
Importándoles fundamentalmente que el Estado tuviese baja capacidad fiscal extractiva, independientemente de si había o no déficit en las cuentas de la hacienda pública, se pasó a las clases populares la caja de galletas.
En efecto, a partir del Frente Nacional (1958-1974) la política social empezó a funcionar como una caja de galletas administrada por los políticos profesionales, cada vez más incontrolables, quienes dispensaban la provisión de educación, casa-lote, electricidad, acueductos, vacunas. Paliativos a la pobreza urbana y rural que sirvieron al sistema político para crear y mantener clientelas en barrios y veredas que darían fluidez a un mercado electoral competitivo en apariencia, pero de hecho circunscrito a los partidos Liberal y Conservador y a sus múltiples facciones, movimientos y grupos que jugaban en la arena electoral de lado del gobierno de turno.
Así registramos modestos programas asistenciales que comenzaron a surgir en los comienzos del Frente Nacional como las juntas de acción comunal y las brigadas cívico-militares. Terminaron entretejiéndose a las redes remozadas de clientelismo electoral sobre las que pudieron montarse organizaciones y burocracias como las del Plan Nacional de Rehabilitación a mediados de la década de 1980. En este sentido, los pactos entre los gobiernos y las guerrillas en 1990-1991 y 1994 también estuvieron orientados por una concepción instrumental de la vida política. La caja de galletas fue el medio ex-pedito de cooptar guerrilleros y ganar tiempo en ciertas regiones o micro-regiones del país. Para los jefes guerrilleros que negociaron la desmovilización de sus fuerzas fue un medio de legitimación y control internos.
El continuismo colombiano genera en las clases dirigentes y en las medias prósperas una mentalidad excluyente, de neoapartheid, que encuentra su razón de ser en la exclusión y segregación implícitas en el modelo de economía política. Se supone entonces que la exclusión de los sectores populares, rurales y urbanos de los bienes de la modernidad económica y de la ciudadanía puede paliarse administrando a cuenta gotas y desde arriba. Sobre todo después del 9 de abril de 1948 cualquier manifestación de protesta desde abajo ha sido vista con desconfianza, llegando a inspirar miedo en las clases gobernantes y la respuesta inicial suele ser de tipo policivo, penal, militar.
En el proceso de modernización colombiano se rompieron los lazos premodernos de solidaridad entre clases, pero aquí no fueron reemplazados por los vínculos igualitarios de la ciudadanía política. La alternativa ofrecida por nuestra república oligárquica ha sido de partida doble: de un lado, el clientelismo electoral modernizado y, del otro, el funcionamiento de lo que el sociólogo y economista Wilfredo Pareto denominó la circulación de élites. El funcionamiento del proceso electoral exige reconocer, valorar y emplear el talento político individual, ese bien escaso en las sociedades, sin tener en cuenta el origen social de sus portadores.
La geografía de guerrillas, paramilitares, cultivos ilícitos, rutas del contrabando, es la geografía de la colonización de la segunda mitad del siglo xx. La extraordinaria historia de las colonizaciones de este país, colonizador por excelencia, es la historia de millones de vidas que han buscado rehacerse en condiciones económicas y sociales adversas, quizás menos opresivas aunque menos solidarias que las de sus comunidades campesinas de origen. Por eso no debiera sorprender que guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y contrabandistas hayan encontrado respaldo en las poblaciones de colonos individualistas cuya atomización es más acusada si consideramos que en la frontera agraria la gente proviene de todos los rincones del país; sin olvidar, además, el aspecto que se refiere a la baja institucionalidad que caracteriza la adjudicación delos derechos de propiedad en las zonas de colonización, a la violencia cotidiana y a la ausencia de autoridad.
Por último, enfrentamos la peculiar dinámica social que desencadena el conflicto armado. Los que parecían meros residuos del viejo patriarcalismo y de la cultura política binaria dicotómica, omnipresente en La Violencia, vuelven a ganar centralidad. La guerra irregular termina imponiendo una lógica del terror sobre la población civil, que tiene una salida espeluznante en las corrientes de desplazados. Aquí se corroen los precarios tejidos sociales y los tenues lazos entre autoridad y población. Al punto que los campesinos no siempre consiguen
distinguir por el uniforme quién es soldado, guerrillero o paramilitar. “Uno no los ve, dice un campesino, porque uno desde que oye decir que viene un grupo de paramilitares, o que viene una tropa de ejército o lo que sea, uno no espera para mirar. Porque uno no tiene la seguridad de si vienen a conversar con uno o si vienen es a matarlo”.
En suma, y volviendo al inicio, lo que diferencia a nuestro país de otros latinoamericanos no es la exclusión como tal, o la inseguridad ciudadana en las grandes ciudades y en los campos, o la desigualdad social creciente, sino la ausencia de una clase dirigente capaz de gobernar el Estado, de tramitar los procesos complejos de construcción de ciudadanía y de dar curso al sentimiento de que todos somos colombianos.
Hola te gustaria añadir tu Blogsite a mi maletin?
ResponderEliminarhttp://www.maletablog.info
Espero tu solicitud, saludos :)
Excelente radiografía de la clase politiquera y de la situación de nuestro país, tomare el articulo para replicarlo en mi blog, creo que es necesario hacer conciencia de que esta clase no puede ser eterna y algún día podremos cambiar tanto abuzo y corrupción.
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